Fustigada por el sentimiento de culpa, me entrego al ritual de preparación de mi ropa de la carrera mientras… pocho la cebolla. Con mi hogar inundado por el sabroso aroma de lo que, horas después, se convertirá en un espectacular asado, me coloco el dorsal, me ato las zapatillas, y… suplico de rodillas a mis hijos por la firma de una tregua hasta que su padre y yo regresemos de nuestro periplo vallecano.

'Por favor, por favor, por favor… ¿este año os vais a portar bien?' Y, mientras ellos siguen a su bola saltando sobre el sofá, miro a mis santos progenitores, agradeciéndoles, un año más, su acto de absoluto amor hacia mí, su hija.

Imperfecta trimadre que, en lugar de quedarse en casa cocinando y poniendo una mesa de anuncio de cava, se calza las zapatillas para despedir el año corriendo por las calles cual vaca sin cencerro.

Y salgo por la puerta sabiendo que, tres horas después, regresaré con el subidón de endorfinas necesario para preparar, un año más, el asado más rico –que pueda- , poner la mesa más apañada –que me salga- y recoger los restos de un banquete en el que no faltarán las risas, los gritos… el agua derramada por el mantel y alguna que otra copa rota…

¿Cómo salgo ilesa de semejante acto de locura impropia de una mujer de mi edad y condición? No lo sé… Cada año prometo que no volveré a correr, que esos 50 minutos de gloria por las calles de Madrid, me cuestan horas de nervios, tensiones… y remordimientos. Pero siempre sucede lo mismo.

Según se aproxima el día, aflora ese nervio en el estómago. Ese no sé qué que me recorre el cuerpo de la cabeza a los pies. Ese recuerdo de aquella primera San Silvestre, con Springsteen en mis oídos y su mano, estrechando con fuerza la mía, al atravesar la línea de meta.

La memoria de aquella subida infernal de la Avenida de la Albufera, empujada por el Born to Run. Y mi gente. Mi marido, mi hermano, mi primo, mis amigos, sus hijos… Y la gente. Toda la gente. La de Serrano. La de Alcalá. La de la Avenida Ciudad de Barcelona. La de Vallecas. Gritando, animando… Y ese olor a cena en el hogar que lo invade todo.

Así que este año lo volveré a hacer. Me levantaré pronto. Pocharé la cebolla. Dejaré el asado a falta de un último golpe de horno. Y la mesa, a medio poner. Prepararé mi ropa. Y rogaré a mis hijos que se porten bien… Por favor, por favor, por favor…

Y agradeceré, una vez más, a mis padres, a mi suegra y a mis vecinos el acto de generosidad de hacerse cargo de mis tres polluelos mientras mi marido y yo cumplimos con nuestro ritual de buena suerte.

Y, en la salida, saltaré, gritaré y bailaré… Y, cuando me dejen, correré… Correré con todo mi corazón por mis Ángeles. Para dar gracias porque sigan a mi lado. Y para rogar por un 2015 en el que no nos falte la SALUD. ¡FELIZ AÑO!