Los Ángeles es la ciudad del fitness por excelencia. Algo que ya sabía cuando decidí instalarme allí un par de meses. Sin embargo, entre tanto abdominal y bíceps bien marcado y tonificado a mi alrededor (he de decir que me sentía un poco Emma García en el plató de ‘Mujeres y Hombres y Viceversa’), algo llamó mi atención. Ni rastro de los runners.

“¿Por qué no hay nadie corriendo por las calles?”, me pregunté. Llevaba como dos semanas viviendo en la ciudad y todos los días lucía un sol radiante en pleno mes de noviembre. Un clima que varía de los 16 a los 25 grados centígrados durante todo el otoño e invierno y que es una invitación para disfrutar del deporte al aire libre. O no.

Una mañana de camino al autobús me di cuenta de que me cruzaba a bastante gente (que en Los Ángeles se traduce en diez personas máximo porque todo el mundo se mueve en coche) vestida con ropa deportiva y accesorios claramente indicados para runners, sudando y portando su correspondiente zumo verde orgánico. Vale. Correr, corren, ¿pero dónde?

Fue entonces cuando me percaté de la cantidad de gimnasios que había a mi alrededor. No hay nada como mirar por la ventana cuando vas en autobús. Hay más centros deportivos que Starbucks, que ya es decir. Además, gracias a sus amplios ventanales (les encanta presumir, que para eso sufren lo suyo) pude comprobar la enorme cantidad de máquinas de correr de las que disponen. Todas ellas ocupadas por angelinos dispuestos a superarse mientras miran a la calle o a los televisores que tienen incorporados cada máquina.

“Pues qué aburrimiento”, pensé yo. Y como la ignorancia es muy atrevida, decidí salir a correr. Un claro ejemplo de “ha tenido que venir la española a deciros cómo se practica bien el running”. Craso error. Tras salir a la calle, me di cuenta del primer problema. Las aceras no están bien pavimentadas. Comencé a caminar porque me dio miedo torcerme un tobillo o caerme y durante mi travesía di con raíces de árboles levantando literalmente la acera, coches aparcados casi en mitad de la misma (las típicas cocheras de película en las que dejan la mitad del coche fuera de ella) e infinidad de cubos de basura (tamaño XXL que para algo son ‘made in USA’.

Llevaba cinco minutos andando cuando me encontré con un nuevo obstáculo. La ausencia de semáforos y pasos de peatones. Haberlos haylos, pero no en todas las intersecciones. Normalmente solo se encuentran en las calles principales, mientras que en las zonas más residenciales los coches se rigen por señales de Stop que respetan entre ellos mientras el peatón debe esperar a que algún buen samaritano le ceda el paso.

Además, en caso de haber semáforo, debes apretar el botón para que se ponga en verde y suele tardar como unos dos minutos o más en cambiar de color. Claro ejemplo de que en Los Ángeles tener cuatro ruedas sale más a cuenta que tener dos piernas.

Tras cruzar, logré ver una calle bastante larga (sin nuevos cruces a la vista) y pensé: “Está es la mía”. Pues no. Porque el espacio entre el césped de las casas o las fachadas y la carretera es mínimo. Te caben los dos pies y poquito más. Así pues, aunque lo intenté, me pareció tremendamente complicado y todo un ejercicio de equilibrismo.

Paré de andar un minuto poseída por la desesperación y me di de bruces con un cartel que rezaba: “No merodear”. Y al lado, otro con el siguiente aviso: “Esto es una propiedad privada y cualquier tipo de actividad sospechosa, individual o grupal, será perseguida y vigilada”. Toma ya. Así cualquiera se para a atarse los cordones.

Dispuesta a intentar correr aunque fuese un minuto, me di cuenta de una cosa. Había anochecido (a las cinco de la tarde ya es de noche) y no veía más allá de mis narices. No es broma. El alumbrado público angelino es escaso y solo algunas casas tienen sus porches iluminados.

Así pues, tuve que encender la linterna de mi móvil para poder llegar a casa sin sufrir un traspié. Fue entonces cuando a lo lejos vi una luz que venía hacia mí a gran velocidad. Dos segundos más tarde una chica pasaba corriendo a mi lado con una de esas linternas que usan los montañistas pegada a la frente. Valiente ella.

Así pues, no es de extrañar que nadie en su sano juicio quiera practicar running (ni de día ni de noche) en una ciudad diseñada para los coches. Por lo tanto, el runner angelino es una especie protegida cuyo hábitat es el gimnasio.