Cuando estoy escribiendo estas líneas, vengo de entrenar una hora y media por terreno bueno (caminos en monte bajo y pista de tierra); anteayer salí por terreno de montaña, con dos ascensiones a cumbres, 5 horas y media (38 kilómetros en total, un dato poco significativo en monte).

En la primera he utilizado unas zapatillas “voladoras” de gama media, sin drop y casi minimalistas; en la carrera por montaña he usado otras algo más rígidas, hechas con un tejido más duro (mejor protecciones del pie) y suela más adherente.

En el armario de los zapatos, y dispersas por casi toda la casa, para a qué engañarnos, tengo unos cuantos pares más. Por ejemplo: esos dos pares de una marca puntera, tan bonitas, que compré en una oferta hace año y medio. O esas especializadas para correr por glaciar que pedí, junto a otras algo más baratas en la web de una tienda de montaña para una carrera por los pirineos; -éstas al menos las he estrenado-.

O en aquella feria, ese par de zapatillas minimalistas que me convencieron; un par me lo regalaron, así que me llevé otro de oferta, una ganga. O esas de trail, un poco usadas, que uso para la bicicleta. Porque si voy por playa, prefiero otras, sin drop y de suela ancha, o cualquiera de los pares de sandalias.

En realidad, más que la colección de zapatos de un corredor, parece la sección de calzado de gimnasio de Imelda Marcos. Hubo un tiempo en que entrenaba casi doscientos kilómetros a la semana, en gran parte por terreno de monte bajo, con series y sesiones de gimnasio y sólo utilizaba un par de calentamiento y otras de clavos, para series cortas en pista y competición.

Ahora que no corro ni de lejos tanta distancia y con una intensidad bajísima en comparación, y que además las pago de mi bolsillo, tengo calzado deportivo para un par de décadas, en previsión de un apocalipsis.

En una cosa tienen razón los partidarios de todo lo paleo (paleotraining, paleodieta, correr descalzos), por más que en otras su añoranza del hombre antes de la civilización no parezca de lo más sensato: para correr bien no hace falta más que una plancha de cuero o goma que proteja la planta del pie, atada con una tira de cuero, como las sandalias huaraches. O nada, sencillamente correr con el pie desnudo.

Basta con aprender la técnica adecuada para correr, evitando entrar con el talón, y la carrera fluirá tal y como la mecánica corporal está preparada para hacer. Me sobran casi todas las zapatillas que he adquirido.

¿Adaptar el pie a la zapatilla? ¿Estamos locos?

Las zapatillas amortiguadas y con lo último en tecnología (algunas con precios escandalosos), sin duda fueron una buena idea cuando salieron para las personas que tenían algún problema con los impactos repetidos.

La mercadotecnia aprovechó el momento e hizo la regla de tres: si ayudaban con la mecánica a algunos atletas, como mínimo evitarían las lesiones de los demás ¿no? A partir de ahí, la lógica de tener calzado especializado para cada una de las salidas ha ido en aumento: voladoras para series, de trail, de ultra, de trepada.

El primer problema, además del exagerado consumismo, es pensar que en cada terreno se corre de una manera y hay que adaptarse a la zapatilla, en lugar de aprender buena técnica de carrera y adaptar la herramienta (zapatilla) al corredor. No hay una norma que diga que por montaña se necesitan dos centímetros de suela y haya que aprender a andar con tacones para hacer fondo.

El segundo es la excesiva seguridad en el material, como si éste fuera responsable de que hagamos o no un tiempo determinado o seamos capaces de pasar por un lugar corriendo, como si unas zapatillas te convirtieran en Mo Farah o Kilian Jornet.

En realidad, en ausencia de complicaciones físicas, es decir, en casi todos los casos, unas zapatillas con poco drop, duraderas y en la gama medio/baja de precios es todo lo que se necesita. Y aprender a correr.