Caos en el running. Nunca se sabe en qué momento se puede desmoronar todo como un castillo de naipes. Ese momento en que se descontrolan miles de corredores y las calles se convierten en los disturbios de Ferguson. ¿Crees que se trata de ficción?

Aguanta un segundo. Salida de los Diez kilómetros de Canillejas. Corre el calentito otoño de 1984. En plena batalla ética por cuánto se dota a los primeros en premios fijos y cuál es el sentido de las carreras en el deporte popular, una minoría de participantes se declara en rebeldía.

A la masa enfurecida no se le ocurre otra cosa que salir por su cuenta. Al paso de los líderes de la prueba comienzan los incidentes y el desenlace pasa de desagradable a delictivo. El fondista inglés McLeod es sacudido por unos dorsalizados energúmenos en la muy civilizada España, al grito de ‘Popular, popular”.

Una carrera que había crecido y que aglutina miles de participantes, al borde del caos. Es una de las maneras más fáciles de cargarse un prestigio ganado al paso de los años.

Suena un tanto canalla. Pero otros ejemplos no tienen el telón de fondo de carreras surgidas del desarrollismo de barrio.

Otro caso cercano. Una meta del maratón de Madrid. Toda una organización con sus vallados de seguridad. Miles de corredores para los que se han calculado equis latas de bebida, plátano, yogures y bolsa del corredor con todo incluido. Marcas patrocinadoras que llegan con todo por delante.

Son los primeros escaparates de los poderosos años noventa. Dinero en el deporte. Llegada a meta. Faltan yogures y latas. Con unas medidas de seguridad relativas (eran los comienzos de los grupos de seguridad privados), muchos corredores salen del vallado del parque del Retiro madrileño ¡con cajas enteras!

La rapiña a los mismos cimientos del capital deportivo. En fin. La prueba sobrevivió a todos nosotros. ¿Tan cafres éramos en aquellos días? ¿Solamente nosotros poníamos el deporte popular en manos de organizadores únicos?

Bien. Sí. Se puede echar la culpa a cierta efervescencia política o social. Es posible que la cercanía de las algaradas tardofranquistas ayudaran con ello. Pero no adelantemos conclusiones. Hay más. Muy lejos de los rugosos ochenta se podían dar circunstancias calamitosas. Y en cualquier parte del planeta.

Un recorrido mal marcado. La meta a 500 metros. La televisión de medio mundo enfocando. Los mexicanos Germán Silva y Benjamín Paredes dominan el maratón de 1994. Es el todopoderoso Nueva York, ni más ni menos. Y llegan esas imágenes de televisión que muestran al primer corredor tirar por el carril de las motos de policía. El gran patinazo de la Gran Manzana.

Todos sabemos que esa carrera se ha sobrepuesto al caos. En particular debido a que Silva remontó a su contrincante y venció en Central Park. Del mismo modo han sobrevivido a las situaciones de los roperos organizados como campamentos de refugiados de ACNUR en algún maratón, o a las masas atrapadas en los pasillos de meta de la Carrera de la Mujer o de la Cursa Bombers de Barcelona.

¿Se sobrepone la marca de la prueba a imprevistos, a cálculos no siempre sometidos a escrutinio o a la confluencia de miles de personas en unos metros cuadrados?

Desmayos, cabreos, falta de agua en los avituallamientos… Parece ser que somos clientes fieles. Es más. Existe una lista de espera creciente y que parece deseosa de ocupar nuestro lugar tras esa potencial renuncia.

Vemos que algunas carreras han visto horadado su prestigio. Pero el caos puntual o la chapuza no parece hacer mella definitiva. Más bien dependen para su existencia de la financiación o de un apoyo institucional. Esto pondría las cuentas anuales por delante del maltrato al participante. Interesante, visto así.