Supongamos que mañana decido hacer una carrera dando sesenta vueltas a la M30 (ese anillo saturado de tráfico que rodea la parte central de Madrid), una hazaña que supone correr cerca de 2.000 kilómetros por puro asfalto, y supongamos que convenzo a veinte personas más para intentar ganar la prueba.

Hasta dónde sé, no hay ninguna prueba urbana que recorra esa distancia, así que si, ya puestos a suponer, alguien logra completar la prueba y lo hace en mejor tiempo que los demás, puede colgarse la medalla de mejor fondista en pruebas urbanas. En comparación, Mutai o Gebrsselassie apenas recorren algo más de 42 kilómetros.

Por supuesto, la dificultad de ser un atleta sobresaliente depende sobre todo de la cantidad de personas que están dispuestas a dejarse la piel en una prueba determinada; decenas de miles de muy buenos corredores por veinte probadores de suerte en el reto supuesto del anillo madrileño.

Las carreras de montaña, con sus dificultades, con su apego al relato épico, con sus distancias extremas son un terreno aún poco explorado y en el que todo es posible. Ser finisher de un maratón ya no es algo exclusivo que levante gestos de admiración; 100 millas por los Alpes, eso es otro cantar.

No se puede poner en duda: por entrenamiento y por especifidad, probablemente quienes compiten a buen nivel en maratón suelen ser corredores más rápidos que los participantes en pruebas de montaña.

Pero sólo eso, mejores corredores y sólo en las pruebas: cuando correr por montaña y todos los terrenos no era aún trail running, sino algo que practicaban alpinistas y escaladores (por ejemplo batiendo récords de subida y bajada a Mont Blanc, Aneto o recorriendo los refugios de Guadarrama), los rescates y las lesiones no formaban parte necesaria del deporte.

Correr una prueba o hacer un recorrido, puede que no sean tan exigentes como bajar de tres horas en un maratón y a veces son ocurrencias que permiten colgarse la medalla de “lo hice”.

Pero si no queremos tener problemas, hay que recordar algunas cosas que los alpinistas e incluso senderistas, los que recorren la montaña desde siempre por placer saben muy bien.

La primera es evidente: correr en montaña requiere una preparación física específica. Está muy bien venir de hacer 200 kilómetros a la semana, pero las largas subidas y sobre todo las bajadas van a requerir tener fuerza y saber moverse. Ni hablemos de las trepadas.

Tampoco está de más conocer el terreno. A no ser que uno tenga mucha experiencia encontrando pasos y resolviendo auténticos embarques, conviene llevar un mapa y saber qué dificultades se puede uno encontrar; se puede garantizar que no es plato de gusto encontrarse en un glaciar en medio de una tormenta calzado con zapatillas voladoras.

Lo que recuerda que no está nunca de más tener muy en cuenta el tiempo, sobre todo en alta montaña, y los posibles lugares para refugiarse si la cosa no pinta bien.

Y claro: el material. Las organizaciones de las pruebas ya lo tienen en cuenta y no permiten tomar la salida a quien no lleve el material mínimo que a su juicio garantiza la seguridad. Claro, que en una salida de entrenamiento, no disponemos de consejeros.

En una pequeña mochila de correr siempre debería ir: una linterna frontal y pilas de repuesto, una chaqueta ligera cortavientos y agua y comida suficiente. Y por supuesto el móvil, con batería y el mapa de la zona.

En caso de accidente o que nos perdamos, hay que contar con poder salir por los propios medios. Prepararse para lo peor suele tener el resultado de que ese peor nunca ocurre, o no es tan malo.