Siempre se ha asociado un gran evento deportivo a una gran ciudad. Preferiblemente, y en el caso de los maratones, a una capital. España tuvo siempre esa dualidad de Madrid como gran carrera y Barcelona como lugarteniente. A grandísima distancia en participantes vivían pruebas como Valencia. Apenas dos mil corredores. Una ciudad que no comprendía del todo las molestias causadas. Dudas y más dudas.

Por el otro lado, el maratón de Valencia contaba con un prestigio fabuloso entre los corredores. Organización seria, recorrido sin cuestas y un clima fantástico de Febrero eran sus bazas. Pero llegó el momento de dar un paso decisivo y éste se dio de una forma algo traumática.

Como siempre, por medio, las disensiones entre instituciones y organizadores. Había llegado el día en que cambiar la perspectiva. La Comunidad Valenciana es un paraíso para las carreras festivas, las voltes a peu. Pequeñas carreras en cada pueblo, gemas entre naranjales, el correr por el correr (y, después, a comer).

Pero su maratón pecaba de algunas cosas, no se sabía bien de qué. Quizá demasiado seria, quizá modesta en sus aspiraciones. Y un febrero todo se quebró. La organización viró a la gran escala. Corría 2011. Se anuló la cita de febrero y se buscó noviembre como hueco.

En esos momentos Madrid superaba los 10.000 inscritos y Barcelona se desmelenaba con sus 15.000. Barcelona había suspendido por similares motivos su edición de 2005. Era un espejo donde Valencia se miraría sin reparos. Nuevo timón y aplicar las ideas que ya estaban triunfando desde hacía décadas en Estados Unidos, el resto de Europa y Japón.

La SD Correcaminos, histórico club que organiza la carrera desde los primeros años ochenta, apostó por la promoción exterior. Consiguió que la carrera ocupase la ciudad durante toda la mañana y que la ciudad se sintiese más a gusto con la carrera.

Un maratón puede ser un grano en el culo pero también una oportunidad de promoción de una ciudad. Y Valencia está apoyándose, por qué no, en su maratón. La metrópoli valenciana sabe que hay un rendimiento turístico y económico derivado de la carrera.

Cuando se superan los 16.000 participantes hay que empezar a hablar de todo lo que arrastra cada uno de ellos. Se gasta en alojamiento, los amigos y familiares salen a la calle, el dinamismo simpático del turismo llena el escaparate de la ciudad.

En 2011 se estimó que el camino tomado era el correcto. Los más de 1.3 millones de euros de gasto en turismo ocasionado por la carrera, se han convertido en 10 millones en 2014. Ante esas cifras solamente se puede tomar nota y copiar lo bueno. Vlalencia sacó a las Fallas a animar. Los grupos de música debían animar el recorrido. Éste no podía ser expulsado a la periferia.

La ciudad debía prestarse entera si quería obtener una contrapartida. Si el recorrido era llano se podía convencer a los mejores a que dieran lustre también al ránking. La prensa necesita de titulares donde se hable de récords (la prensa es así, no tiene remedio). Y los corredores africanos empezaron a volar por el circuito. Por detrás se esmera la atención al corredor más recreativo.

Y es que, si has venido a dejarte una media de cien euros por barba a la ciudad, qué menos que te mimen. Es necesario recordar que un 65% de los 10 millones de euros de impacto económico viene de esos ‘inversores deportivos’ puntuales que llegan de fuera de Valencia.

Cuando la alfombra azul en la Ciudad de las Artes y las Ciencias acoja esa riada de felices corredores, será momento de cerrar el cuaderno y guardar bien esas notas ofrecidas por el maratón de Valencia. Han dado con la fórmula mágica: el running y el disfrute de la ciudad, de la mano.