Cuando era adolescente, en mi barrio del extrarradio de Madrid vivían algunos de los más espectaculares deportistas que han existido en Europa en cualquier época. Había un tipo capaz de correr de la puerta del colegio hasta la iglesia de Canillas (unos 1.300 metros de aquella época) en menos de tres minutos; otro, saltaba una zanja en unos terrenos en construcción sin tomar impulso (en torno a 9 metros). Pero nada como aquel capaz de subir la cuesta de mi calle más rápido que ningún coche (unos 200 metros al 15%).

Estaba el que era capaz de hacer seis dominadas con un solo meñique y había subido descalzo el silo de Huerta de la Salud (un edificio de hormigón con paredes verticales de 30 metros).

Cuando empecé a correr, en campo a través escolar y carreras populares, aquello tenía su propio firmamento. Como en la paradoja de Oops, uno se podía preguntar cómo aquel enorme grupo de estrellas cuya cantidad tendía a infinito no bastaba para iluminar el deporte nacional, y qué injusta llegaba a ser la prensa no prestándoles la atención que merecían (alguna estrella había, que llegaría a ser conocida en las carreras escolares y otras con breve recorrido, como Josefina Gutiérrez o que sí eran buenos sin ser profesionales, como el popular Ramiro Matamoros).

En realidad, esta mitología de andar por el barrio no era negativa: ponía modelos a imitar accesibles y no profesionales. Aunque esos mutantes de barrio tendieran a no cuidarse demasiado y evitar poner a prueba sus habilidades, las competiciones populares siempre han sido un sitio donde aprender cómo entrenar y mejorar de verdad.

Lo que no ha ocurrido en otros deportes: hasta hace poco tiempo, en escalada los métodos para mejorar iban desde la meditación y trascendencia hasta matarse de hambre para perder peso y depurarse.

Probablemente, un poco más de competición ha hecho más bien que otra cosa al deporte de la escalada, y se ha empezado a entender como lo que es: un deporte más con un requerimiento físico específico.

Y no sólo campo de valientes seres míticos, como cuando hace unas décadas al encontrarte cara a cara con un escalador famoso, lo que más impresionaba era que fuera de dimensiones humanas y hecho del mismo material que uno mismo.

En poco tiempo, escaladores que nunca aparecen en medios de comunicación, hacen cosas fuera del alcance de los profesionales de la época mítica

En el atletismo popular, el último estallido de la moda, con carreras por cada pueblo, fiesta o evento y todos los fines de semana, los héroes populares van dejando de aparecer: demasiadas pruebas, demasiadas distancias distintas y demasiados ganadores y buenas clasificaciones.

Los nombres cada vez son menos idolatrados y muy pocos se preocupan de quién gana. La distancia es cada vez mayor entre populares y corredores de competición: desde hace casi una década, el tiempo medio de populares en maratón y media maratón, no deja de aumentar.

Las carreras de montaña aún conservan el halo mítico y siguen siendo terreno de hazañas increíbles y outsiders, estilo Caballo Blanco, o de grandes hazañas y superaciones como Tim Olson.

Aún puede surgir de la nada un corredor, de una etnia perdida en un valle, y ganar las pruebas más duras, o se pueden mantener los mitos de un pasado de hombres y mujeres capaces de recorrer sin esfuerzo lo que ahora puede costar la vida a los acomodados hombres civilizados.

Mientras tanto, en mi barrio ya nadie cree en el chico que levantó un autobús (el récord de levantamiento de peso muerto es de 462 kilos, lejos de las 15 toneladas de peso del autobús), o el que sostuvo desde el suelo la tonelada de peso de un turismo pequeño mientras un amigo cambiaba una rueda.

Por un lado, quien no quiere asumir es esfuerzo de entrenar duro, disfruta del deporte sin perspectivas poco reales. Y por otro, quienes sí lo asumen no son tan héroes: demasiada renuncia y entrenamiento, y ni así corren un kilómetro en un minuto o saltan tres metros como contaban de sí mismos quienes hacían taekwondo. Vivimos tiempos escépticos en el deporte, y es de lo mejor que puede ocurrir.