Kayla Montgomery era una chica normal, como cualquier otra chica de 9 años. Un poco tímida y reservada y con ganas de jugar y pasárselo bien. Además, le gustaba el deporte, y por ello sus padres decidieron apuntarla a fútbol.
Su carrera futbolística no era meteórica, pero disfrutaba jugando con sus compañeras del colegio. Sin embargo, un día de 2010, Kayla se cae, inexplicablemente, al suelo. No fue una entrada, no fue un mareo, simplemente perdió la sensibilidad de sus piernas y cayó.
Tras varias pruebas y escáneres cerebrales, el 10 de octubre de 2010, la familia Montgomery recibe los resultados de las pruebas: Kayla tiene Esclerosis Múltiple, una enfermedad sin cura que provoca que el sistema nervioso sea atacado por las propias células inmunitarias.
En el caso de Kayla, estuvo ocho meses sin sensibilidad en las piernas, hasta que poco a poco, gracias a los medicamentos existentes hoy en día y que mitigan el avance de la enfermedad, se pudo recuperar.
Sin embargo, lo más sorprendente estaba por venir. Kayla tuvo que dejar el fútbol, y comenzó a correr con el equipo de su universidad. Pero Kayla tenía una particularidad frente a sus compañeros: cuando corría, no sentía las piernas. No sentía dolor, no sentía cansancio, agujetas… Nada.
La explicación tiene que ver con la idiosincrasia de su enfermedad: cuanto mayor es su temperatura corporal, menor es la sensibilidad de cintura para abajo. Así que, como ya habrás podido imaginar, cuando Kayla finalizaba una carrera y llegaba a meta, se caía.
Ahí, ni un metro más allá de la línea de meta, se encontraba siempre el que era su entrenador, amigo y principal apoyo en la aventura: su entrenador Patrick Cromwell. Él era el encargado de coger en volandas a Kayla y llevarla a una zona apartada de la pista, donde le aplicaba hielo local para bajar rápidamente su temperatura corporal y que pudiera volver a andar y, en la mayoría de los casos, recoger su medalla de campeona.
Y, como si de una película con final feliz se tratara, hubo una última carrera en su club universitario. Un último día tras el que no vería más a su entrenador de los últimos cuatro años. Ese día, Kayla, al poco de empezar la carrera, se tropezó y se fue de bruces al suelo.
Por suerte, la carrera acababa de comenzar y aún tenía sensibilidad en las piernas, así que se levantó, cogió al grupo, se puso en cabeza y, al puro estilo de película americana, ganó la carrera para dedicárselo a su entrenador.
Hoy, Kayla sigue corriendo, y, de hecho, es la atleta más rápida del estado de Carolina del Norte. Entre los motivos de por qué lo sigue haciendo no hay que ir mucho más allá de su principal pensamiento: "Lo hago porque me hace feliz; me hace sentir normal".