Otoño en la Costa Este norteamericana es sinónimo de maratón. Ya seas Murakami corriendo por las praderas teñidas de marrón o un corredor del otro lado del mundo que quiere lucirse allende sus fronteras, sabes que encontrarás una carrera grande cada fin de semana. Además, tampoco hay que ponerse a separarnos tanto del escritor de “Tokio Blues”: todavía puedes ganar un Nobel antes que él.
Seguramente hay quien se ha dejado caer por la Ciudad del Viento o quién se esté esperando para la valoradísima Marine Corps (echale un vistazo, anda) o la deseadísima maratón de Nueva York. Sin embargo, no hace falta meterse en la gran ciudad para disfrutar de una prueba de solera. Es más, os vengo a hablar esta semana de una de las maratones con más historia, una de esas de las que se pueden contar miles de anécdotas y que, a base de zancadas, han conseguido crear un movimiento que llega hasta nuestros días.
Edward Wetmore Kingsley, un entusiasta del deporte residente en Yonkers, se había enamorado de una prueba. Si lo que se veía en Boston año tras año era una lucha aguerrida del hombre contra la distancia, la emoción con la que se vivió en los Juegos Olímpicos de Saint Louis le hizo engancharse a la carrera. Wetmore pensaba para sí que una prueba como el maratón no podía quedarse en una edición al año y ya.
Tras mover cielo y tierra, hablar con autoridades y convencer a los pocos atletas amateurs que por aquel entonces se medían contra la distancia, acabó consiguiendo lo que quería: que una pequeña ciudad al norte de Nueva York acogiera, el día de Acción de Gracias de 1907, su primer maratón. Con el apoyo de otro ilustre vecino de la ciudad, el atleta Sammy Mellor (ganador de Boston en 1902 y olímpico en 1904 y 1908), la prueba se consolidó y atrajo a corredores que, año tras año, intentaban batir el récord del mundo (no en vano, solo había dos sitios donde hacerlo). Y desde entonces, solamente con un par de parones, hasta hoy.
Por el camino, han ido apareciendo nuevas pruebas: los calendarios se han masificado, han llegado algunas carreras y otras han desaparecido. Los amateurs siguen dando caña y bajan de las tres horas y el profesionalismo -prohibido en aquel entonces- está cada día mas cerca de las dos. Y con tres pruebas de solera como Chicago, Marine Corps y Nueva York alrededor, Yonkers sigue ahí. Sus noventa ediciones la convierten en una de las “decanas” de la distancia. Esta nueva cita (el domingo 18) trae consigo un cambio a priori interesante: se abandonan las clásicas dos vueltas a la ciudad para realizar un recorrido de ida y vuelta pisando hojas secas y dejándote seducir por el espíritu de los clásicos.
¿Puntos a favor? El cambio ha quitado algunas cuestas -no todas: no querían acabar con la fama de “rompepiernas” que ha tenido desde sus orígenes esta carrera- y ha convertido las tres pruebas que se celebran (un 5k y una media maratón completan la terna) en una fiesta para toda la familia y un apoyo para los que se atreven con el maratón. Porque, a mi juicio, esta es una de las claves: el año pasado apenas 170 corredores acabaron Yonkers. Allí no hay peleas por coger puestos de salida ni sorteos un año antes por un hueco. No te dejarás los ahorros en seguros, ni adelantarás pagos para asegurar nada. Llegas, corres y acabas mirando al Hudson, nada más.
Y si eso no te convence, piensa en la Historia. Si, uso la palabra con mayúscula porque pisarás las mismas calles que pisaron los primeros héroes de este deporte; los que hicieron camino y dejaron huella para que tu pisaras suelo firme noventa años después. Solo por eso, deberías tomarla en cuenta. Si te apetece un otoño “low cost” en Nueva York, Yonkers es tu maratón.