Terminaba el invierno en los ochenta y las preocupaciones eran otras. Una temporada de Un, Dos, Tres que corría a todo tren en las pantallas de una de las dos cadenas de televisión.

Se empezaba a pensar en las vacaciones de toda la familia en Benidorm o Torrevieja. Tipos como Stielike o Maradona llenaban los titulares de cara al final de la Liga. Y en los medios de comunicación se anunciaban más electrodomésticos que complementos para el deporte. Y algunos cuerpos se enfrentaban al verano pareciéndose cada vez más a esos electrodomésticos.

La ropa de los ochenta ceñía pero no avergonzaba. El verano acortaba aquellos pantalones de tergal y los jerséis de cuello vuelto. Y, hombre, las chaquetas de pana y los vestidos y ‘pichis’ desaparecían para asomar las camisas de manga corta y los pantalones cortos.

Las faldas rectas y las evoluciones de bañadores de mujer acallaban el calor. En realidad, España estaba saliendo de la dictadura franquista y cualquier retroceso de los tejidos alegraba la vista del personal. En la televisión la piel era escasa y el verano sacaba todo al aire.

Abundancia o líneas rectas o curvas, daba todo un poco igual. El ideal de belleza lo traían las turistas europeas. Nuestras madres y hermanas mayores daban vueltas a la moda e intentaban ajustarse a los presupuestos en una época de inflación y reconversiones.

¿Lo de hacer deporte? El papel de la mujer en el deporte de los setenta y ochenta era poco más que marginal. El varón jugueteaba al fútbol al lado del coche en el picnic dominguero o paseaba subiendo al monte los fines de semana.

El varón se remangaba en las fiestas del pueblo para echar un frontón o jugar al chito. Los pioneros del correr en los primeros ochenta eran un escaso contingente que apenas tenía incidencia en lo que pensaba el resto del mundo. Salvo el famoso “Estás tonto, dónde vas a ir corriendo”.

¿Qué aliados había para que alguien se pusiera manos a la obra en una potencial y paleolítica operación-bikini? La cosa estaba complicada. No existía esa cultura de ponerse a punto.

Para más calamidades, España era un vergel de cuchara y manteles de cuadros (sobre ellos, platos de duralex naranjas o verdes). La expansión de los primeros hipermercados hicieron que en casi todo el país se pudiera comprar de todo. Y nuestras madres cocinaban ese todo con una devoción fuera de toda duda.

Veníamos del colegio o de trabajar y siempre había listo un contundente primero y un soberano segundo platos. Esas madres habían crecido con eslóganes como “Ay como venga el año del hambre”.

A ver quién iba a plantearse perder peso así. Sus madres, a su vez, nos pellizcaban los mofletes para chequear de primera mano “qué hermosotes” estábamos.

Nuestros padres nos criaron muy al inicio de esa creciente cultura de la imagen personal en los medios de comunicación. Pero no se desencadenó una auténtica batalla publicitaria hasta los noventa.

¿Antes? En los ochenta hubo algún anuncio de champú en el que los cuerpos femeninos hacían perder el hilo del anuncio. La presión sobre el cuerpo de la mujer venía más como objeto del erotismo que como modelo de la felicidad a través de tener un cuerpo diez.

Bo Derek

De hecho el ‘cuerpo diez’ de aquellos años era Bo Derek y el ‘once’ lo protagonizaba una cantante pop italiana a la que se le salieron las dos medias ubres en un programa de Nochevieja. Nada que ver con las sucesoras del trono, como las modelos de la generación de Claudia Schiffer o Naomi Campbell, que llegarían mucho después.

Y no había esa presión que hoy conocemos por bombardearnos con alimentos para adelgazar o métodos específicos en la publicidad. Los primeros anuncios de adelgazar no llegaron hasta más tarde. Probablemente poseíamos un nivel mucho más pedestre de preocupaciones sobre nuestro físico. Por ejemplo, los eventos familiares. Bodas, bautizos y comuniones. BBC.

¿Había boda y tenía que caber una en un vestido? Solía ser un vestido más o menos estándar. Los hombres nos metían a los niños y adolescentes en unos pantalones con muslo prieto y campana tobillera.

No recuerdo a ninguna de mis allegadas y familiares comentar sobre si ‘había que entrar’ en un guante ajustado a sus caderas o pecho. La longitud de los vestuarios tampoco era tanta como hoy.

Los varones bastante tenían con parecer un poco menos mafiosos que los personajes que vestían aquellos trajes y corbatas en las películas. En realidad fue a partir de los ochenta cuando la presión sobre estar en forma (eufemismo de ‘estupenda’ y monísima para gustar) separó cada vez más las preocupaciones de hombres y mujeres en España.

Tendrían que pasar décadas hasta que los varones empezáramos a considerar que aquellas barrigas cerveceras y esas barbas podrían ser mejoradas con el cuidado personal.

Sobre las barbas quizá hablemos otro día. Nunca es tarde, queridos runners míos.