Pekín no es solamente Cristina Pedroche asombrando al equipo de producción de Antena3 con su soltura ante cámara. Ni trillones de partículas de CO2 sobrevolando las cabezas de otros trillones de ciudadanos chinos. Desde la capital del ‘Imperio del Centro’, que es como se denominan a sí mismos, sale la ruta más frecuentada para visitar la Gran Muralla.

Pues bien. Desde 1999 se viene celebrando un maratón sobre sus ladrillos y sus escalones. Es tal el éxito comercial que se redondea con una carrera mini y un medio maratón.

Los operadores nórdicos lo vieron de lejos. Era negocio seguro, debió pensar Soren Rasmussen, fundador de viajes Albatros. Solamente un orate podría cogerle el gusto a cientos de escalones corriendo y arrastrándose, salvo que contase con una recompensa visual e histórica de primer nivel. El colgado de turno lió a otros dos corredores veteranos, uno de ellos alto cargo en la federación danesa de atletismo. Y la estúpida idea fraguó en un maravilloso proyecto.

Maravilloso pero extenuante.

A una hora de coche de la visitadísima Pekín, se levanta un punto de acceso a una de las obras del ser humano que se observa desde el espacio. Miles de kilómetros levantados en tramos superpuestos durante siglos.

Para darnos una idea del significado del lugar, va un spoiler cultural prochino. Mientras la vieja Europa mercadeaba con lo que los griegos y etruscos empezaban a distribuir, la dinastía Qin comenzaba una obra que en quinientos años alcanzaría los 5700 kilómetros de longitud. No una línea recta sino un sistema infranqueable de murallas. Con las que es mejor llevarse bien e intentar correr por ellas, antes que derribarlas.

Tal y como pueden atestiguar los miles de corredores que han terminado el recorrido de la Great Wall Marathon esa obra no tiene un tramo amable. Se construyó sobre las colinas que separaban el entorno chino del mongol. La provincia de Tianjin, con sus verdes cerros y escarpadas defensas naturales, está atravesada por ese dragón tumbado sobre el verde. Un dragón color rojo parduzco.

La carrera tiene un par de tramos que totalizan miles de escalones y unos ocho kilómetros de pavor. Añadir un par de horas al tiempo normal de tu maratón es lo normal. De hecho la mezcla final de participantes se ha consolidado entre ese espectro de turistas con pasta y un puñado de die-hards, duros como piedras y aventureros de lo extremo.

Un derroche en tiempos de contención económica, una ventana a las maravillas de otro lado del planeta o una sudada en toda regla. Tómalo como quieras pero las imágenes que brinda el equipo de Albatros cada año a sus clientes son espectaculares. El tórrido calor y la canícula que huye hacia el norte desde la contaminada civilización son meros hechos puntuales.

Se suele decir que los maratones son duros. Este de la Gran Muralla podría ser mucho más duro. Yo simplemente pienso que es largo. El problema de los maratones son sus cuarenta y dos kilómetros. Podríamos preguntar sobre la resolución de este debate a Ernesto Ciravegna, el italiano que empleó más de 3h30 en vencer el año pasado frente a las 3h09 del duro trailrunner norteamericano Jorge Maravilla.

O a Sofía García Bardoll, una compatriota que se llevó la carrera femenina con 3h57 en 2014. Todos, incluidos los corredores más recreativos, asegurarán que las vistas del tramo que acerca a la la entrada de la muralla desde la aldea de DouanZhuang pone los pelos de punta.

Y se hace dos veces. Uno, a la salida de la carrera, con un bucle de ocho kilómetros que luego se repite en los últimos ocho del maratón. Por si alguien va tan metido en su cronómetro que olvidó mirar arriba.