Que levante la mano quien alguna vez haya visto a un runner tirar la toalla y no terminar una carrera. Efectivamente, es más fácil avistar un ovni en plena noche. Y ahora, que levante la mano quien haya visto a algún corredor popular cruzar la meta al borde de la extenuación, cojeando, vomitando, arrastrándose...

Correr nos enseña a ser fuertes, a superar nuestros propios límites, a soportar el dolor y el sufrimiento estoicamente, pero al mismo tiempo nos abstrae de la realidad y, en muchas ocasiones nos hace perder la perspectiva, el control, el sentido común e, inevitablemente acabamos cometiendo auténticas locuras.

Cuántas veces hemos visto a un atleta profesional retirarse, bien porque se ha lesionado, porque la lesión que arrastraba antes de competir no solo no ha desaparecido sino que se ha agravado o, sencillamente, porque ése no era su día y sabe perfectamente que no va a poder alcanzar la marca necesaria para poder ir a los próximos Juegos Olímpicos y prefiere reservarse e intentarlo de nuevo un poco más adelante. Esta imagen es mucho más habitual, ¿verdad?

La mayoría de los corredores populares queremos parecernos a los profesionales. Entrenamos como ellos, nos alimentamos como ellos, nos vestimos como ellos... pero jamás abandonaremos, aunque eso suponga poner en riesgo nuestra salud, física y mental.

Obviamente, como populares, es muy posible que no tenga sentido que nos retiremos de un un diezmil porque hemos dormido mal o nos hemos levantado con el estómago patas arriba y en lugar de 45 minutos nos salgan 48 o 50. Hemos entrenado muy duro para conseguirlo, pero no nos va la vida con ello y, además, podemos volver a intentarlo en una semana o quince días. ¿O no?

Pero, ¿y si a lo que nos enfrentamos no es a una distancia corta sino a un maratón? Hemos trabajado duro durante semanas, llevamos meses soñando con cruzar la deseada meta y el día señalado nuestro cuerpo pide quedarse en la cama.

Además, la lesión de rodilla que apareció hace meses no sólo no ha remitido sino que ha empeorado por culpa de los rodajes de tres horas. Apenas llevamos recorridos 5 kilómetros y ya sabemos que vamos a sufrir, y mucho, pero retirarse nunca es una opción. Ni se nos pasa por la cabeza abandonar y plantearnos buscar otra maratón un poco más adelante para volverlo a intentar. Qué va.

Preferimos terminar arrastrándonos, descompuestos, al borde de un shock y totalmente cojos. Eso sí que es una heroicidad. Además, todo el mundo nos felicita por ello. Somos unos CAMPEONES.

Y no solo eso, sino que apenas cruzamos la meta pulsamos el botón de stop y, tras comprobar que hemos tardado más de media hora de lo esperado, decidimos que en dos meses volveremos a intentarlo. Con un par. Seguro que la cojera se pasa con diez o veinte visitas al fisio y dos o tres cajas de ibuprofeno.

Obviamente, retirarse en una carrera no es una decisión sencilla. Yo, de hecho, debería haberme retirado en dos medias maratones y, sin embargo, seguí adelante. En una me pasé de frenada y desde el kilómetro 7 sufrí como nunca y acabé con calambres, y en otra preferí acabar cojeando por culpa de la rodilla que parar.

¿Es inteligente?, ¿es motivo de admiración? En absoluto. Es una inconsciencia. Ése no es el objetivo ni el sentido de salir a correr, de hacer deporte. Ver cómo alguien cruza la meta al borde de un síncope no es heroico es falta de sentido común del que, desgraciadamente, carecemos la inmensa mayoría de corredores populares. Y, sin embargo, seguimos dando alas y aplaudiendo este tipo de comportamientos.