Creo que hay más de doce libros en los que te dicen qué hay que hacer y qué no cuando comienzas a correr. Otros doce, por lo menos, obvian esa parte y te colocan un trapo rojo delante al que llaman motivación. El resultado es que vivimos en una zona de riesgo constante. En un “¿me lanzo o no me lanzo?”.
La serenidad y el orden son imperativo hoy día. Los psicólogos más sensatos nos enseñan a establecer objetivos realistas, fácilmente cumplibles. Pero otro de los imperativos que rulan por las calles es que, si no corres, si no te embebes de esa sopa templada llamada running, no pintas una mierda.
Y el perfil del practicante habitual del correteo es un sujeto de riesgo. O ha empezado a correr para liberarse de las tensiones del trabajo (mal, es como beber seis copas para olvidar), o llegó a la zapatilla tras mirarse al espejo y asumir que cumple años de un modo no planeado. Total, que tiene que escoger entre una planificación sensata o hacer click en el cuadradito de la inscripción de todas las carreras que se le ponen delante.
Estamos arrancando el año. Imagina por cual de las dos tira. En efecto. En dos horas de navegación se ha inscrito a dos maratones, nueve carreras populares, un par de caminatas por el monte y debutará en alguna modalidad entre el triatlón y las carreras de montaña.
“Hace bien. Es joven”, dirán en su casa o en el trabajo.
Escuchando al cuerpo, no al cerebro.
Ni se le ha ocurrido pensar en qué opinarán sus articulaciones o su metabolismo. Metido como está en la vorágine del correr no hace más que saltar de enlace en enlace. Todas las carreras le parecen ideales. Dorsal, dorsal, dorsal. Todas están a mano. Todas se pueden combinar con las vacaciones del año. Pero su organismo le va a pasar factura. Más que la mastercard.
Porque habrá semanas enteras en las que tu cerebro no haga más que dar órdenes para que pares de correr. Otras serán poco apropiadas para tu organismo por frío o calor extremo, o porque arrastras cansancio acumulado por ese progreso constante desde que empezaste a correr.
Ideas que lanzo por si alguien quiere adoptarlas: dividir en casilleros de ajedrez nuestra vida deportiva. Blancos, meses con carreras y entrenamientos. Negros, meses con una vida fuera del correr. Quien dice meses dice estaciones (primavera/otoño frente a invierno/verano) o trimestres. Lo que te dé la gana.
También puedes seleccionar dos grandes carreras al año, lo suficientemente separadas. O arreglar el jardín durante un mes seguido, o terminar las obras de Dostoiewski o lo que sea. Pero varía ese enfoque runner de todo tu tiempo libre.
Programarse el año entero como un calendario de carreras populares es una obligación que disfrazamos de ocio. Pero es una obligación, nos pongamos como nos pongamos. Cientos de corredores, expertos y novatos, tienen un calendario saturado de pruebas. No es solo el hecho de correrlas a tope o no.
El efecto dorsal se extiende a las semanas anteriores, en las que entrenamos para preparar decentemente la carrera. Así se van empalmando las cortas como preparación para las largas. Las cortas veraniegas como ‘descanso activo’ de las cortas del resto del año. Las de montaña o playa como complemento al aburrido asfalto.
Y entre todos la mataron y ella sola se murió. Tras dos o tres años de una programación más intensa que la del teatro de la Scala de Milán, los tiempos no ‘empiezan a cuadrar con los entrenamientos’. En una analítica el hierro está bajo.
Esa lesión nos hace buscar soluciones estrambóticas, cambios de pisada, estudios biomecánicos. Más que previsiblemente, los síntomas de sobreentrenamiento han llegado.
Lo hacen de mil formas. No te engañes: no hay que ser deportistas de élite para llegar al sobreentrenamiento. Tienes una multitud de tareas a lo largo del día que van minando tu resistencia. Los atletas profesionales suelen concentrarse al 100% en el deporte. Tú eres más vulnerable aunque te veas capaz de terminar esa bandeja de costillas de cordero.
Dicen que una parte del cerebro resiste a las tendencias como la aldea de Astérix resistía a los romanos. Haz caso a ese esquinazo rebelde y da un porrazo en la mesa. En tu tiempo, mandas tú. Y el año solo tiene 365 días.