Primeros de noviembre, dos días de lluvia, un poco de aire, cuatro grados menos en el termómetro y ya tengo mocos como para exportar a un pequeño país centroeuropeo. Tengo la garganta tan cascada que cada vez que hablo me confunden con Louis Armstrong. Vaya manera de empezar el otoño. Así no hay quien prepare un maratón.

Con todo el dolor de mi corazón hoy cambiaré mis caminos por correr en el gimnasio. Un escalofrío recorre mi espalda cada vez que pienso en la cinta. Ahí, tan recia, con sus lucecitas, sus numeritos, sus botones... ¡No me puede dar más grima!

Dejo mis cosas en la taquilla, cojo la toalla y me dirijo a la sala de "cardio". ¡Ambientazo! Y nunca mejor dicho. Parece que el "Eau de Sobac" triunfa por estos lares.

En la fila de cintas hay un par de ellas libres. Me dirijo a la más apartada, está justo en la esquina y solo tengo a una señora andando a paso vivo al lado. Llamadme tiquismiquis pero no me gusta correr rodeado de "motivados" de gimnasio.

Esos que miran tu pantalla para ver a qué velocidad vas y subir la suya. Y hoy no tengo el día para fantasmas. Sólo quiero sudar un poco para ver si este catarro se marcha con la música a otra parte.

Me acercó lentamente. Me subo con paso inseguro (odio estos aparatos), dejo mi toalla bien colocada para poder limpiar el sudor que a bien seguro expulsaré. Respiró hondo. Fijo la vista en la pantalla y marco el botón de "start".

Lentamente el artilugio del demonio se pone en marcha. Aprieto otro botón y la velocidad sube lentamente 4, 6, 8, 10 kilómetros por hora. Vamos a por ello. Ese ritmo de 6 minutos por kilómetro me vendrá bien hoy con lo que tengo encima.

Levanto la cabeza y veo las 5 superpantallas de 50 pulgadas sintonizando el programa de turno. Con lo bien que estaría trotando por el parque, con sus caminitos, sus pájaros, sus señoras paseando los perros sin correa, los otros corredores que nunca saludan, las fuentes estropeadas, las cagadas de los perros que te hacen trabajar el salto de obstáculos… Ainnnnssss… ¡Yo quiero eso!

En esos pensamientos ando cuando miro la pantalla… ¿¿Un kilómetro?? Pero si parece que llevo media vida encima de la cinta. ¡No puede ser! Ya estoy sudando como Camacho en el Mundial de Corea y no llevo ni 7 minutos corriendo. ¡Que alguien me mate por favor!

Intento concentrarme en la posición, fuera chepa, a ver ese braceo, venga ese ante pie, con garbo, venga… si, así… Me miro en el espejo esperando ver una reproducción nívea de Bekele o Gebrselassie y me encuentro con la imagen de un Running Dead. Miro de reojo la pantalla de la cinta, 3 kilómetros, 18 minutos. Se me cae el alma a los pies.

La señora que estaba a mi lado se baja después de sus 45 minutos de paseo cardiosaludable, me sonríe y se despide educadamente. Me concentro en mi carrera y cuando vuelvo a mirar a la cinta de al lado un “armario de tres cuerpos” ha ocupado el lugar de la señora. Me sonríe con desidia y algo de superioridad. ¡Lo que me faltaba!

Aprieto los dientes y subo la velocidad a 11 kilómetros por hora. Noto como los pulmones se quejan y tengo que respirar por boca y nariz a la vez. Los mocos han creado una barricada difícil de superar.

El “armario” mira de reojo y sube a 12 km/h su cinta, me vuelve a sonreír retándome. ¡Mierda! Justo lo que no quería… picarme y tener que forzar con este catarro. Pero uno tiene su orgullo y no voy a dejar que esto quede así, subo a 12.5. Ya estoy por debajo de 5 minutos el kilómetro y además de los pulmones, la garganta y los alveolos pulmonares, son las piernas las que se quejan.

Mi vecino de cinta sube a 13 kilómetros por hora. No lleva ni 5 minutos en la cinta y tsunamis de sudor recorren su escueta camiseta. Yo llevo ya 8 kilómetros y no voy a dar mi brazo a torcer. Subo a 13.5. Amplio zancada, saco pecho y refuerzo braceo. ¡Chúpate esa!

Pero el muy cab… sube a 14 kilómetros hora. El color de su cara y su respiración de búfalo del Serengueti me advierte que está a punto de sucumbir. Subo a 14.5. Noto el sabor de la sangre en la boca y el fuego en las piernas.

Diez, veinte, treinta segundos… El búfalo sigue aguantando y yo empiezo a ver una luz al final del túnel. Me concentro en el reloj de mi cinta. El oxígeno no me llega al cerebro…

De repente oigo una especie de gruñido y la cinta de mi “amigo” para de golpe. Miro y le veo doblado, resoplando, con espuma en la boca… Yo aguanto estoicamente aún veinte segundos más a ese ritmo y poco a poco voy bajando la velocidad hasta dejarla en 8 kilómetros por hora.

Intento mantener la postura y recuperar el resuello poco a poco. Me bajo de la cinta mareado, casi sin poder andar en línea recta, me voy al vestuario, abro un excusado, me siento, me llevo las manos a las sienes, todo me da vueltas, estoy a punto de vomitar.

El próximo día que esté acatarrado me quedo en casa. ¿No dicen que el descanso suma? ¡Pues eso!