Y yo cierro la puerta, haciendo de tripas de corazón. Sin mirar atrás. Con la música a tope para no escuchar sus gritos. Y ese nudo en el estómago . Y ese sigiloso grito de "mala madre" que me retumba en el cerebro al sentir como la incisiva mirada de mi portera recorre lentamente mis piernas hasta llegar a mis zapatillas.
Pues sí, me voy a correr. O a nadar. O a hacer flexiones en el parque. Nos vamos mi cuerpo… y mi eterno sentimiento de culpa. Ese que me atormenta haga lo que haga, siempre que ese ‘hacer’ no conlleve estar con mi familia. Ese sentimiento enfermizo al que me sobrepongo por narices durante mi jornada laboral pero que me corta las alas cuando se trata de buscar… ¡momentos para mí! Así que mi culpa y yo salimos a ejercitarnos con un pacto tácito de 'no agresión'. Ella me da una pequeña tregua. Yo la acepto. Asumo que me acompaña. Es un lastre mental que, paradójicamente, me ayuda a entrenar mejor. ¿Por qué?
1.- Me ayuda a ser más eficaz en la organización de mi tiempo. A buscar y encontrar un momento para mí.
2.- Esa culpa que me ata, es la misma que me azota tras perder los nervios por agotamiento ante alguna de esas fechorías infantiles. O, lo que es lo mismo, la que enciende la señal de alarma de que necesito un descanso.
3.- Superados los 10 minutos iniciales de "qué hago aquí con lo bien que estaría jugando con mis hijos", me dejo llevar por la música y mi mente logra desconectarse de los problemas cotidianos.
4.- A la media hora de entrenamiento, mi cuerpo empieza a responder y pide más.
5.- Al subir la intensidad, me recreo en los latidos de mi corazón, en mi respiración…
6.- Tras media hora, las endorfinas comienzan a hacer su trabajo, proporcionándome esa placentera sensación de buen rollo que tanto, y tan saludablemente, engancha.
7.- En los estiramientos, mi cuerpo y mi mente ya no son las mismas que una hora antes. Siento como la sangre circula más rápido por venas. Mis músculos y mi cerebro
8.- La ducha se convierte en lluvia celestial. Un excelso instante de relajación absoluta.
9.- Renovada, feliz y relajada regreso a mi hogar para descubrir que la vida continuó en mi ausencia. El cataclismo que presagiaban sus llantos ante mi marcha se desactivó al minuto de cerrar la puerta de casa.
10.- Mi familia, al contemplar mi beatífica sonrisa posentrenamiento, me mira con sorpresa. "Mamá, pareces otra. Deberías de irte más a correr".
¿Y la culpa?