“Yo cuando me pongo nervioso o estoy estresado se me abre el estómago y no puedo dejar  comer”. Seguro que si no eres víctima de ese mal, más de una vez has escuchado esta frase.

Al fenómeno de comer para compensar un “vacío interior” se le llama “emotional eating”, es decir, hambre emotiva, un comportamiento que puede hacernos ganar kilos de más sin apenas darnos cuenta ya que nos lleva a engullir comida sin control: no para saciar el hambre, sino para tratar de neutralizar un sentimiento negativo.

Un reciente informe afirma que este tipo de hábitos puede tener su origen en la misma infancia si los padres utilizan la comida como compensa o castigo.

Al menos, eso es lo que asegura Claire Farrow, psicologa de la Aston University,  en Inglaterra, que ha seguido a un grupo de niños para entender cómo las costumbres que adquieren en la mesa en torno a los tres años, repercuten sobre el desarrollo del “hambre emotivo” algún tiempo después, sobre los siete años.

Los datos recogidos indican que el comportamiento típico de muchos padres, desde el “come colifror que si no, no habrá helado”, al “como te has portada bien te puedes comer un trozo de tarta” llevan a los niños a considerar la comida como un medio para gestionar las emociones.

“Los padres quieren tener a los hijos lejos de comidas ricas en grasa, azúcares o sales pero si las usan como premio es probable que los niños sean más propensos después a desarrollar el hambre nerviosa”, explica Farrow.

“Nuestra relación con los alimentos se conforma durante los primeros año de vida y depende, al menos en parte, de cómo se nutre a los niños y de la actitud de los padres en la mesa”, dice.

Así, los alimentos que se suelen utilizar como consuelo son casi siempre hipercalóricos: si se empiezan a asociar desde pequeños con momentos de estrés o dificultad los “marca” en nuestra mente haciéndolos irresistibles.

Si la tristeza nos lleva a comer mucho, después el sentimiento de culpa nos deprime todavía más, y de ese nuevo malestar surge el hambre emotiva.

Para salir de ella es necesario buscar una nueva conciencia en la mesa y es posible también para los niños, como ha demostrado un estudio en 40 adolescentes realizados por un grupo de psicólogos de la Augusta University de Georgia: los autores han sometido a todos ellos (que padecían sobrepeso) a un serie de encuentros para aprender a darse cuenta de aquello que comían y combatir así el hambre nervioso.

En 12 semanas los adolescentes han aprendido a darse cuenta mejor de las señales de saciedad y sobre todo a individuar qué emociones estaban desencadenando la necesidad de comida para escucharlas y reaccionar sin abrir el frigorífico

Al final del periodo, todos ellos habían empezado a comer un poco mejor reduciendo además la ingesta de calorías y grasa, con un efecto positivo en su peso.